La jornada del 15 de Noviembre del 2019, en la localidad de Huayllani, las calles fueron bañadas con la sangre del pueblo, de los y las indígenas, de los y las cocaleras, pero sobre todo los y las bolivianas.
Todo esto fue orquestado por el actual gobierno de facto, que no escatimó en hacer uso de las instituciones cómplices del golpe de estado, quienes con gases y balas buscaron desesperadamente acallar las voces que clamaban por democracia y justicia. Sin embargo, la salvaje embestida de los golpistas no dio fin a la lucha del pueblo boliviano y el eco de aquellos que cayeron hace seis meses aún está presente en los que quedamos de pie.
En el preámbulo de este oscuro día, los medios televisivos informaban que los cocaleros del Chapare se encontraban marchando, rumbo a la ciudad de Cochabamba, sin embargo, las fuerzas policiales y militares se habían encargado de retenerlos y requisar cualquier cosa “peligrosa” entre las pertenencias e incluso en los teléfonos celulares de los marchistas. A pesar de todo, los cocaleros pasaron y pernoctaron en El Morro, para reiniciar su caminata por la mañana.
A primeras horas de la tarde del 15 de noviembre, el inevitable encuentro tuvo lugar en el puente de Huayllani, la marcha se detuvo ante el muro de policías y militares, fuertemente equipados con escudos y armas. Los dirigentes del trópico iniciaron el dialogo con el comandante de la policía, sin embargo, al promediar las cuatro de la tarde, se desato el conflicto. Por un lado, los marchistas usaron piedras, palos y pirotecnia, los policías y militares respondieron con gases para desencadenar la estampida humana y hacer uso de armamento letal, cubiertos bajo el manto del caos.
Aproximadamente dos horas después, el saldo fue de 9 manifestantes fallecidos, varios más heridos por impacto de proyectiles y decenas de detenidos y torturados. Por su parte la policía informo que existían algunos efectivos heridos pero no registraron bajas. Estas cifras son el frio reflejo del uso indiscriminado de la fuerza y la violencia. Las imágenes emitidas por la prensa estaban sospechosamente alejadas de la realidad cruda y escalofriante que se podía encontrar en los videos grabados por los mismos protagonistas de la masacre. Cuerpos humanos siendo arrastrados desesperadamente por sus compañeros, otros tendidos sobre charcos de sangre, rostros destrozados por las balas fascistas y el llanto una madre que le ruega al cadáver de su hijo que se levante.
Ante la impotencia y la rabia del pueblo, además de la incredulidad de la opinión pública internacional, la autoproclamada y su gabinete salieron a justificaron la represión y se lavaron las manos asegurando que ninguna bala fue disparada bajo su comando y si habían muertos, era porque ellos mismos (los cocaleros) los habrían asesinado para victimizarse.
Seis meses han transcurrido, la CIDH emitió su informe y estableció que las masacres en Bolivia son tan reales como el golpe de estado y son tan auténticas como la lucha del pueblo boliviano que pide elecciones democráticas y justicia para los caídos. Sin embargo, el gobierno de facto continúa haciendo oídos sordos ante los organismos internacionales que critican los mecanismos de represión y violación sistemática de los derechos humanos.
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