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NOSOTROS “LOS IGNORANTES” Acerca de insultos, racismo y su legitimación

# Columna |

“Ignorante” (o “ignorantes”) es el adjetivo que más ha ido sonando en estos meses para referirse a los que están reclamando y están en pie de lucha contra el régimen que se impuso desde noviembre en Bolivia

Constatar que la sociedad boliviana es racista no significa ningún descubrimiento extraordinario, es más, su abordaje puede ser fácilmente encontrado en prácticamente todas y todos los actores políticos del país sin importar línea ideológica. Luis Fernando Camacho al lado de una wiphala intentando "desagraviarla" refleja esto de manera clara, sin embargo, que nos exijamos comprender algunas características de ese racismo nos lleva a un escenario que muy difícilmente puede ser encarado sin, realmente, incomodar a uno mismo. La lógica de la externalización nos lleva a asumir que el racismo es algo de lo que hay que indignarse viendo una película de Hollywood que lo aborde (“el odio que das” dirigida por G. Tillman Jr, basada en la novela del mismo título es buen ejemplo) pues nos permite hablar de “lo injusta de la sociedad” o lo realmente “malos” que son aquellos que discriminan sólo por el “aspecto de uno” o “su color de piel”. Identificar los problemas en “otro lado” es siempre terapéutico para quienes pretenden negar la realidad concreta que se vive en la misma cuadra, en el mismo barrio o la misma calle, en síntesis, es terapéutico para quienes quieren negar lo que pasa en nuestro país.


Ahora bien, abordar el racismo desde la realidad concreta en la que se vive tiene un obstáculo que no es menor. Obstáculo que puede ser denominado, preliminarmente, como “sensacionalismo académico”, es decir, la identificación de los problemas del racismo desde, únicamente, la visibilización de aquellos acontecimientos más mediáticos, más rimbombantes que, obviamente, deben ser destacados pero que no hacen sino a los síntomas de algo que está detrás. Hechos relevantes como declaraciones de autoridades, comenzando por la misma Presidenta o sus ministros de facto reflejan actos, para decirlo diplomáticamente, bochornosos que no pueden ser pasados por alto y deben ser denunciados, sin embargo, lo que debe ser reflexionado de manera detenida es lo que estas actitudes terminan legitimando y reproduciendo en la vida cotidiana. Actitudes que pasan desapercibidas y que hacen a la cotidianidad boliviana y que –para más de uno- no tendrían que ver con “la política”, pero que en los hechos, tienen sentido sólo dentro el escenario político que se sostiene en estos mismos principios racistas.


El conflicto educativo que se vive en Bolivia desde el inicio de la suspensión de clases en el mes de marzo grafica muy bien todo esto pues, por un lado, la disputa –salvo la última semana de marchas mucho más contundentes- no ha sido mediática (no lo han cubierto los grandes medios y, en realidad, se lo ha tratado –sistemáticamente- de ocultar minimizándolo), es decir, se ha tratado de un enfrentamiento de baja intensidad donde los actores pueden decir -y decirse- cosas con un grado de sinceridad inusual. Ahora bien, visibilizar los adjetivos que se han ido utilizando para descalificar a los actores y compararlos al perfil social de esos aludidos nos puede decir mucho de cómo el racismo está presente en nuestra sociedad.


“Ignorante” (o “ignorantes”) es el adjetivo que más ha ido sonando en estos meses para referirse a los que están reclamando y están en pie de lucha contra el régimen que se impuso desde noviembre en Bolivia. “Ignorancia” es lo que denuncian quienes exigen “respeto”, “distancia social” o simplemente, “quedarse en casa”. ¿Tiene el adjetivo contenido racista? Es posible mostrar que la expresión encarna de manera clara el racismo más puro de carácter colonial que vivimos desde la invasión y el orden social que se impuso desde ese momento.


El racismo –como todo orden de poder- busca al menos; 1) pasar desapercibido, es decir, que sea asumido sin necesidad de ser cuestionado para 2) lograr su objetivo de minimizar, en la relación, al “otro” como parte de un lugar subordinado en el orden social. Lo propio del racismo es la marca, pues estas dos características deben confluir en que el “otro” es alguien que está marcado, en este caso, la marca tiene que ver con la marca colonial. La marca racista tiene que ver con; “la cara de uno” o la vestimenta (la pollera en las mujeres es una marca objetiva) pues el racismo alude a la “raza” y, sobre todo, a lo que “esa raza” refiere simbólicamente, es por ello que raza y vestimenta pueden ser comprendidos de manera articulada.


El racismo tiene que ver con decir al otro; “indio de mierda”, sin embargo, la cotidianeidad se la vive más allá del dicho expresado verbalmente. Se lo vive en las sutilizas, se la vive en la imposibilidad de hacer o decir algo de parte de quien vive al racismo como hecho social, es decir, como un orden colectivo que le caerá encima en caso de cuestionarlo, por eso refleja al hecho violento que termina pasando desapercibido porque se ha logrado imponer.


Acá es donde la educación juega un papel muy importante legitimando visiones de sociedad o estilos de vida que grafican un mundo muy distante del que los sujetos inmersos en él viven. El orden dominante impone un modo de vida desde el cual deja en claro que se debe seguir una pedagogía para aquellos que no son parte de ese mundo y se “integren”.


Decir “ignorante” tiene historia. Se trata del elemento de legitimación más útil para el grueso de los atropellos cometidos en la colonia. Se trata de la justificación legal y religiosa por la que “formalmente” no se consideró esclavos a los “indios”, sino “menores de edad”, es decir, personas “en proceso de civilización”, en consecuencia, se nos tenía que “civilizar”.


Con esa encomienda, era fácil entregar comunidades enteras a sacerdotes (iglesia) o adelantados (militares). Decir “ignorante” significa ponerse encima del otro, significa decir que; “yo sé más”, significa decir que; “tú no sabes”, significa decir que hay que “educarte”. Se trata de la más eficiente manera de sobreponerse al otro.


Es la manera más eficiente de sobreponerse al otro porque, esta vez, no se trata del insulto, no se trata del “indio de mierda”, no se trata del momento violento de la conquista sino del acto segundo; la imposición de un orden social que debe ser “aceptado” por todos. Se trata del momento en el que se dice; “hay que civilizar”. Civilizar significa acá un sinónimo de “humanizar”, es decir, “nos debemos hacer humanos”. Esta es la lógica en la que se vive un orden colonial, esta es la especificidad de un orden racista que niega a unos ese carácter humano y les da a los otros la potestad de “humanizar”, de “civilizar”, de “educar”. Todo validado porque “somos ignorantes”.


Decir “ignorante” implica, en consecuencia, hacer presente la memoria, esa memoria que no nos deja olvidar la colonia. Esa memoria que está acá para hacernos recuerdo su desprecio y el hecho de que aún, para ellos, “no estamos civilizados”. De ahí que el racismo tiene, en el ámbito educativo, un lugar de mucho privilegio. Se trata del espacio menos interpelado porque ella (la educación) da un carácter de inmunidad (impunidad) a todo lo que desde ese lugar se puede decir. El campo educativo legitima mucho del desprecio que hoy se lo puede presentar con esa aura educativa que lo distancia de la violencia de la conquista. El campo educativo es ese en el que parece que nada pasa y donde las mismas características de los actores los harían ya exentos de cualquier sospecha de prejuicios y/o taras mentales. Es decir, “no me pueden decir racista, soy doctor…” La legitimación educativa valida el desprecio que se actualiza en los tiempos presentes.


Ahora bien, lo que se hace muy particular de la coyuntura boliviana es que ella muestra cómo es que la inmunidad que encubre, desde la educación, al racismo sirve –porque es racismo- sólo a un grupo social (un criollaje blanco) que puede darse el lujo de utilizar el adjetivo (de “ignorantes”) con los actores centrales de la educación; las y los maestros.


¿Cómo es posible que el racismo, encubierto en el campo educativo, tenga la misma efectividad en los actores educativos centrales? La cuestión es clara; los sujetos de la educación hoy (las maestras y los maestros) son los mismos a quienes se trató de “ignorantes” desde hace cinco siglos.


Esto nos enseña algo más; el racismo no tiene que ver con palabras específicas en sí, tiene que ver el uso de los mismos en una relación histórica específica. Por eso decir a alguien “ignorante” no puede ser objeto de análisis o estudio en tanto análisis de la palabra sola, lo que se necesita es una historia de su uso. Sólo ahí se entiende el sentido de la palabra, pues más que discusión de contenido es cuestión de sentido, es decir, de orientación que se pretende dar por sujetos específicos en un momento determinado. Lo complejo del racismo es que ésta no es una problemática de “guerra de movimiento”, no se trata de un enfrentamiento abierto, es una guerra de baja intensidad que causa estragos desde la negación de sus consecuencias.


Calificar a unos de “ignorantes” deja en claro que la memoria de la colonia está presente. El adjetivo clarifica lo que unos piensan y sienten sobre nosotros. Clarifica lo que piensa, por un lado, el gobierno (no se cansan de decir que nos morimos y nos enfermamos por ignorantes) pero también lo que piensa cualquier vecino que busca sentirse más que aquel que trabaja y “rompe” el confinamiento por necesidades específicas. El racismo está en el poder, pero sobre todo, en las relaciones de poder que, legitimadas “desde arriba”, validan el insulto dentro un minibús o en el mercado. Los actores políticos desconocen, normalmente esto. Es esa ignorancia la que hace que la colonialidad se sostenga.

 

Destiempos publica la presente columna de opinión respetando que el autor no quiere hacer público su nombre por los momentos de persecución política y violación a los derechos humanos que se vive en Bolivia.

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