top of page
  • Gabo

¿Quién mató a la niña Esther?

#Columna | Tania Aruzamen

Hasta aquí, lo que todos sabemos: “Esther era una niña que soñaba con ser maestra”. Su vida fue arrebatada, su cuerpo fue violentado, violado, asesinado. Acabaron con su vida cuando esta apenas empezaba.


Yolanda, su madre, es frutera. Una de quienes en este contexto de crisis y enfermedad la llamamos “esencial”, pero la madre de Esther no lo hace porque quiere, ni por convicción; realiza un oficio esencial, por necesidad. Vende donde puede, lo que puede, esperando que no le boten o le decomisen lo poco que tiene.

El cuerpo de Esther fue encontrado tirado en una acera de Villa Alemania, en la ciudad de El Alto, cual, si fuera deshecho, estrangulada y vejada. Con un nudo en la garganta, me pregunto: ¿Quién mató a Esther?


Zenón Manzaneda fue identificado como el autor de hecho, con la participación de al menos dos personas más. En una pasarela, rodeado de policías fuertemente armados y en presencia del ministro de gobierno, era presentado con las siguientes palabras: “Estén tranquilos, porque hemos capturado al asesino” Todos, señalando al culpable como único canal y único elemento que ha obrado en este fatídico y doloroso hecho.

Tengo el estómago revuelto, las lágrimas pesadas, me duele el pecho; ¿Quién mató a Esther?


A Esther la ha matado el hambre, que cada día ponía en la disyuntiva a su madre de decidir entre morir de hambre o salir a vender fruta de manera ambulante a Villa Adela y dejar a sus hijos solos, a pesar de todos los peligros que esta decisión significaba, incluido el peligro de que Esther terminara como terminó.


A Esther la ha matado el machismo; en primer lugar y como base fundamental de un sistema desigual, descarado e injusto con mujeres pobres, trabajadoras y periféricas. La ha matado el machismo porque fue un hombre que ultrajó el cuerpo de Esther, porque ese hombre es el resultado de un sistema cuya violencia contra niñas y mujeres es normalizada e institucionalizada, porque los feminicidas salen libres, son impunes y porque solo nos queda llorar la muerte y llorar una vida de buscar justicia y no conseguirla; porque el sistema judicial tiene rostro de hombre y no investiga los vejámenes de larga data que fueron identificados en el pequeño cuerpo de Esther, porque se sigue encubriendo a más criminales y porque la solidaridad masculina está arraigada en la colectividad; por eso se protege a un violador o asesino, solo por ser hombre, así como se mata a las mujeres por el solo hecho de serlo. Porque hasta ahora no contamos con ninguna medida estructural, ni como sociedad, ni como Estado para enfrentar la principal pandemia que se lleva la vida de mujeres cada día: la violencia machista

¿Nos hemos preguntado dónde estaba el padre de Esther cuando esta desgracia sucedió? No, porque el abandono y la irresponsabilidad paterna es algo tan naturalizado que no supone uno de los factores a reflexionar en este crimen, porque los padres abandonan a sus hijos, a sus parejas (y es mejor así para muchas de nosotras) pero al hacerlo, abandonan su responsabilidad. El Estado una vez más, protege y escuda a estos padres por medio de un código de familia que siempre está del lado del varón y que carga en las espaldas de una mujer, la crianza, el sustento, el cuidado y la protección de los hijos, mientras le dice que “no hay nada que hacer” cuando el padre no puede ni siquiera aportar económicamente a esa familia.


A Esther la ha matado la pandemia, la ha matado por medio de la desesperación en la que se encuentran cientos de miles de familias hoy, familias que pasan hambre hace meses, que hacen fila en las ollas comunes (y con suerte conseguir dos platos de comida). La ha matado esta crisis sanitaria que no fue respondida ni con efectividad, ni con eficacia y mucho menos con empatía. Porque esta crisis ha golpeado a los más pobres y ha hecho más evidente la brecha de desigualdad en la que vivimos, mientras algunos podían “quedarse en casa” otros se preguntaban qué llevarse a la boca durante este encierro carcelario. Condiciones absurdas, pensadas desde y para la clase media, entre ellas, la prohibición de salida de niños con sus padres, lo que pudo significar la salvación de Esther.


A Esther la ha matado la pobreza y el abandono del Estado, y de un gobierno que tiene como política única el perseguir a opositores y rivales electorales; que señala a El Alto, a k’ara K’ara, al Chapare como culpables propios de su desagracia, de su enfermedad, de su pobreza. Que no vacila en hablar de muertos como si fueran animales o que cuando personas, como Yolanda, protestaban por el hambre que les suponía el encierro, las llamaban terroristas, sediciosos, salvajes y los reprimía cruelmente. Un gobierno que se caracteriza por actos de corrupción a lo largo de esta crisis y que de la manera más sucia, baja, cruel e inhumana se ha enriquecido con el dolor y la muerte de los bolivianos, que se llena las manos de miles y millones de dólares, cuando en Bolivia no se ha comprado un solo respirador útil y sin sobreprecio.


La ha matado el gobierno municipal, que no supo leer de manera integral el problema que traía consigo la crisis sanitaria y optó por coincidir con el discurso del gobierno central, encerrar a los niños y sentenciar a sus madres a salir a trabajar sin ellos, mirando al costado cuando estas madres se preguntan ¿y ahora, ¿qué hago con mi wawa? Son ellos, quienes validan no solo las políticas de odio contra su misma gente, también obran con ojos ajenos, con ojos que desconocen la realidad de las y los alteños.


A Esther la ha matado el sistema educativo. Un sistema que arrastra desde hace siglos con lo peor de nuestra sociedad, que se ve a sí mismo extraviado en una pugna de intereses gremiales, más que como un trabajo articulado por un bien común. Desconocer que la escuela no es solo un espacio físico para el aprendizaje escolarizado es un error, la escuela es un espacio de contención, de refugio, de protección de crímenes (sean silenciosos o altamente indignantes como este). La escuela, este espacio que ha sido destruido y sumido en la miseria más próxima al medioevo de un tiempo a esta parte.


Durante la crisis sanitaria, las autoridades educativas han hecho poco o nada por mejorar, o al menos contener, el colapso de la escuela. En este contexto la educación ha sido el reflejo de la desigualdad y su acceso marcado por privilegios de clase. No, señor ministro, no todos tenemos internet, no todos contamos con teléfonos móviles. La madre de Esther, Yolanda, no cuenta con servicio de telefonía y menos internet en casa. ¿Qué hacía Esther cuando debía estar en la escuela? Estaba en casa, oculta, encerrada esperando la llegada de su madre; de haber escuela, Esther estaría entre nosotros hoy.


El sistema judicial y las instituciones llamadas a proteger a Esther, todas ellas son culpables también de este macabro hecho. Los que promueven violencia machista por omisión, los que protegen al agresor por unos cuantos pesos, quienes juzgan a la madre en lugar de mirar más allá, los que estigmatizan a la mujer trabajadora en escenario de cuarentena y pandemia, todos son igual de culpables; porque no basta con mirar con ojos de fuego al asesino, sino mirarse a uno mismo y su nivel de culpabilidad en el daño que sufren las Estheres y las Yolandas de cada día, en cada barrio, en cada casa. A Esther la ha matado la indiferencia colectiva, porque mientras no pase en nuestro entorno cercano y privilegiado, no nos va a doler como le duele a Yolanda, como le duele a su gente, a quienes vemos tan ajenos.


Los medios de comunicación son testigos silenciosos, cómplices de este y otros asesinatos, mientras el cuerpo sin vida de Esther yacía en la acera los titulares solo hablaban de procesos judiciales a un expresidente como parte de una campaña electoral, la política vende y a los medios poderosos, el dolor de la madre de Esther les tiene sin cuidado. Esther no era parte de ningún titular.


La situación de Esther la refleja la situación de cientos de miles de niños que se quedan solos en sus casas mientras sus madres salen a trabajar, es el reflejo de un Estado corrupto, es el reflejo de una sociedad machista, violenta; es el reflejo de un sistema podrido, cuyas víctimas siempre son las más vulnerables y cuyos culpables siempre somos todos nosotros.


¿Cuánto vale la vida de una niña? ¿Qué le toca seguir viviendo a la madre de Esther? ¿Cuántas y cuantos niños están pasando por lo mismo ahora? Mi vida sigue, soy madre y también trabajo; dejo a mis hijos a veces al cuidado de mi madre, a veces solos. Así como Yolanda, esperando que al entrar por la puerta me reciban con una sonrisa, se alimenten del fruto de mi sudor y sigan a mi lado siempre.


Tania Aruzamen

95 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page